miércoles, 28 de diciembre de 2011

Prolegómenos. El susurro el viento


Prolegómenos. El susurro del viento

-Vamos, chico, es hora de adentrarse.
-¿Adentrarnos? ¿No íbamos a vigilar el borde, Ojodealce?
-No. El bosque hoy está muerto. Un bosque que es capaz de engullirte con el solo hecho de acercarte es imposible de vigilar desde fuera.
El anciano, tras respirar, tosió con fuerza. -¿No notas cómo el frío de sus brazos te agarra y envuelve para no soltarte? A un bosque no se le llama de los lamentos sin razón.
Irgo suspiró. Conocía las historias de aquel lugar, que había oído de niño cada noche. Siempre las había tomado por fantasiosas e irreales, pero esa fantasía ahora se volvía contra él, y le asustaba cada vez más. Cierto era que la brisa, suave y punzante a la vez, atravesaba fría su carne y le golpeaba constantemente. Las hojas silbaban con el movimiento del viento, y susurraban penas olvidadas que nadie osaba interrumpir.
Avanzando entre la maleza, pútrida y blanduzca, la temperatura descendía. Aún estaban a medio camino del bosque, y sus dedos, que en la mañana eran ágiles, apenas se doblaban. Tanto Irgo como su acompañante tenían los músculos violentamente engarrotados, y suponía gran dolor -mayor para Irgo, que era la primera vez que se acercaba tanto al bosque en su vida- moverlos. La inseguridad aumentaba en sus mentes a cada paso que daban.
El bosque se alzaba imponente, y se perdía en el horizonte. La entrada la custodiaban olmos y fresnos de hojas de un verde muy oscuro, totalmente antinatural. Dos secuoyas gigantescas marcaban con sus raíces, que vistas por separado doblaban en tamaño al joven, esta entrada, a forma de gran portón. El musgo, de un blanco pálido y casi imperceptible por sí solo, cubría los tonos haciendo contraste a las oscuras hojas, y dando un aspecto fantasmagórico al lugar. Allí parecía que no había vida, ni tampoco olor. Sí que era digno de leyendas de terror. Pero Irgo no podía demostrar miedo.
Los custodios de Horston eran miembros de una antiquísima hermandad, anterior incluso al Imperio, acabado tres siglos atrás. Su única función era vigilar el Bosque de los Lamentos, y no podían dejarla nunca de lado. Quizá pareciese poco trabajo, pero un lugar tan gigantesco que era de mayor tamaño que Entrerríos, la región más grande de todo el reino de Alten, no era nada fácil de custodiar, y más con el reducido número de hermanos. A pesar de que antaño fueron grandes guerreros, ahora, desgastados por la edad, no eran más que viejos luchando por recuperar un honor ya perdido con el tiempo. Apenas había jóvenes que se uniesen, y menos aún jóvenes que consiguiesen entrar oficialmente en la hermandad. Irgo era uno de estos jóvenes, y el vigilar hoy el bosque era la última prueba que tenía que superar junto a Ojodealce, el anciano que lo acompañaba para ayudarlo. Por eso, no podía fallar, pasase lo que pasase.
Alrededor de las marañas, del miedo, había luz, tenue y casi imperceptible al ojo humano, que abandonaban con cada paso hacia el interior del bosque. Quizá fuese cuestión de tiempo que muriesen ambos, pero eso era algo que ya habían asumido por el hecho de unirse a la hermandad.
-¿Lo oyes? - dijo Ojodealce de repente - ¿Oyes las voces? ¿Oyes los tristes lamentos? Ese es el espíritu del bosque. Hemos de protegerlo de sí mismo.
Irgo no entendió las palabras de Ojodealce, pero asintió, como si lo considerase totalmente cierto. La neblina apenas les permitía ver, y eso dificultaba mucho andar, que ya de por sí era complejo. La zona cada vez estaba más pantanosa y húmeda, y cada pisada era acompañada de un chapoteo sonoro que rompía el total silencio. Las hojas ya no se mecían, y la brisa había desaparecido. Entre árboles de grandes raíces, la pareja avanzaba con ese único sonido.
-Nos acercamos a Aguasmuertas - comentó Ojodealce.
-¿Aguasmuertas?
Comenzaba a llover tímidamente, aunque aumentaba la intensidad de la lluvia paulatinamente. Los compañeros buscaron resguardo en árboles de altas copas que los cobijasen de esta lluvia. Cada vez era más potente; parecía el lamento de un niño atormentado, imposible de consolar, a la vez crecía y decrecía, casi paraba para respirar de manera ahogada, hiperventilando, y volvía de nuevo, rugiendo con furia. Aguasmuertas habría de esperar.
-Aquí se han librado numerosas batallas, fue un enclave estratégico muy importante. Es algo que supongo que ya sabías, joven -afirmó el anciano. Irgo asintió-. La que menos se recuerda fue la última que se libró. La llamaron la batalla de los Mil Cadáveres, acontecida mucho antes del gran Imperio.
La casa de Durgos se había enfrentado desde antaño a los orgullosos señores de Riogrande, cuyo nombre ya ni siquiera se recuerda. Era de siempre conocida esta rivalidad, pero gracias a la diplomacia nunca había habido un conflicto real, un conflicto que los enfrentase en guerra, tan sólo se habían visto y odiado por miradas y palabras envenenadas. Sin embargo, el casamiento secreto de sus herederos colmó la paciencia de ambos señores, que, acusándose el uno al otro de secuestrar a sus preciados hijos, se declararon la guerra. En realidad, tanto una casa como otra optaba al trono que acababa de dejar el recién difunto rey de Helvios, Stefan, y el enfrentamiento no era sino una excusa para tomar el trono. Esta rivalidad provocó que la guerra fuese cruenta y larga. Ambas casas tenían gran poder e influencia sobre muchas otras, que, por servir a sus señores, se sumieron en la miseria y el dolor de la pérdida. Muchos murieron por el egoísmo de estos señores, que querían el poder para sí.
La última batalla se libró en Riogrande. Los Durgos habían conseguido avanzar desde el norte con toda su fuerza, y se habían preparado para la ofensiva en el que era el hogar de sus rivales. Tras varios años de lucha brutal y de muerte, al fin se iba a determinar quién sería vencido en esta guerra sin sentido, y eso alegró en parte a ambas familias, que, dolidas tras tanto tiempo sin paz, querían acabar con sus enemigos a toda costa. Sir Keidan, noble señor de Durgos, dirigía la avanzadilla hasta el castillo de Riogrande, del que hablan en los manuscritos que era el mayor y más bello de todo el mundo conocido, flanqueado por la tropa de los Aridane a la izquierda y su hijo menor, Guillermo, a la derecha. Cuando llegaron, comenzaron el asedio, para el que parecían haberse ya preparado los dueños de esas tierras, que habían arrasado con toda la zona. Arietes, catapultas, balistas o torres de madera permitieron a las fuerzas de sir Keidan penetrar en el castillo tras varios días de dura y frenética resistencia. La batalla fue toda una masacre. Los Durgos, sedientos de sangre, violaron mujeres que después mataron, mutilaron a los prisioneros de guerra, restregaron a estos las vísceras de sus muertos y un sinfín de atrocidades más. Es por ello que los Aridane decidieron, tras ver la barbarie de sus aliados, retirarse de la batalla. Hubo, sin embargo, un joven que logró escapar de Riogrande y perderse en las marañas del bosque que lo rodeaban, en el que hoy nos encontramos.
Irgo estaba tan absorto en la historia que al parar Ojodealce, tardó unos instantes en volver en sí. El anciano había parado para dar algunos bocados a un mendrugo de pan que llevaba. Tras masticar con dificultad, continuó con el relato y la caminata entre agua que caía, cada más más suave.
- Como te decía, este joven escapó de Riogrande y se ocultó en los bosques. Pero eso es algo que sir Keidan no supo hasta que este chico, que había jurado venganza, mató al que iba a ser su heredero, su amado hijo Guillermo. Oculto entre las sombras, el asesino, que ya se había hecho uno con el bosque, le cortó el cuello mientras descansaba, y lo desnudó, quedándose con todo su ropaje. Después le sacó los ojos, poniendo uno de ellos encima del ombligo a modo de burla, y le cortó los dedos corazón. Al ver la desgracia de su primogénito, sir Keidan enloqueció, y tomando su hacha, degolló y mutiló a todos los que se le acercaron, incluso a sus propios soldados. Se recluyó también en el bosque, donde dicen que se encuentra y mata a todo el que ve, pensando que es el asesino de su hijo. Nunca deja de vagar, tal y como el asesino que provocó la negrura de Durgos, símbolo hoy de la casa de los puertos.
Irgo palideció.
-¿Es esta la última historia de este lugar?
-¿Cómo si no explicas lo maldito del bosque? -inquirió Ojodealce. Se rascó su frente, y llegó a tocar el parche negro y desgastado que le cubría el ojo izquierdo. Todo el mundo decía que lo había perdido luchando contra un alce endemoniado, y él, en venganza, al matar al animal se había comido un ojo de este. Era de ahí de donde se creía que provenía su nombre, pero Irgo no se atrevía a preguntar. A la luz pálida de la luna, que casi no alumbraba, el viejo era terrorífico. Era capaz de ver entre sus arrugas y cicatrices la muerte de los que las habían causado. Ojodealce nunca había presumido de ser un gran combatiente, pero el chico sabía que era así, y por ello lo respetaba y casi adulaba, por el miedo que le tenía. Había sido un temido asesino tiempo atrás, y aún quedaban vestigios de aquel pasado, remarcado en sus cicatrices, que extrañamente, salían a la luz justo cuando menos luz había.
El viejo tenía un aspecto descuidado, y una cara llena de arrugas y cicatrices. Su único ojo, de un color gris muy apagado, tenía siempre la pupila muy dilatada, y denotaba cansancio por las ojeras sobre las que reposaba. Su cara tenía, precisamente, forma espigada, y había pelillos que delataban una barba que había sido completamente afeitada hacía poco tiempo. El pelo grisáceo, enmarañado y enredado, estaba terminado en una coleta mal recogida. Los destellos de la luz lunar lo hacían parecer casi plateado. Sobre su cuello reposaba un colgante de cadenas dorado, que había perdido color con el tiempo. Una camisa desgastada de un marrón oscuro cubría su pecho, y sobre ésta tenía pieles de animales que lo mantenían caliente. Los pantalones que llevaba, de un verde también oscuro que lo permitía esconderse entre la maleza, llevaban una cuerda bastante gruesa y atada a la marinera. Por último, no era difícil distinguir una pequeña espada en la parte derecha de esta cuerda, sin empuñadura y algo oxidada, y un puñal en la izquierda -éste sí tenía empuñadura.
La voz del silencio se abría ahora paso entre ellos, y los dominaba. Ojodealce segúia con paso firme pero lento, avanzando entre el cenagal, cada vez se volvía más intransitable. Irgo intentaba mantener el ritmo, aun siéndole difícil y trabajoso. Sin embargo, no perdía de vista el brillante emblea de la capa de Ojodealce, un detalle que a simple vista y con la luz de la mañana no habría sido capaz de percibir. Ahora, por contra, no tenía problema para distinguirlo: un emblema dorado que resaltaba sobre la oscura prenda, cuyos bajos eran ya jirones. Era una especie de ojo, pero excesivamente deformado y redondo, coronado por una cornamenta poco naturalista, y flanqueado por dos pequeños círculos. No importaría que se quedara atrás mientras siguiese viendo esa capa.
-Vamos, no tenemos toda la noche para llegar a la Planicie de Vientotriste -aulló el viejo.
Refunfuñando, Irgo intentó aumentar la velocidad. Cada vez que pisaba, notaba cómo el barro se pegaba a sus botas, ya muy usadas, y hacía que el peso a levantar aumentase. La lluvia lo picoteaba, y sin ser todas esas trabas suficientes, tenía que soportar las reprimendas del anciano. “Todo sea por la hermandad”, se recordaba para seguir adelante tras tanto esfuerzo.
Irgo aún desconocía qué tipo de misión debía emprender, y Ojodealce apenas le había dado información al entrar al bosque. Según le había dicho el herrero, sólo tendría que observar el bosque desde fuera un rato y después volvería. Pero se había adentrado en él con uno de los personajes más indeseables que podía imaginarse. Estaba seguro de que el pobre viejo estaba loco, pero lo temía demasiado por su pasado, y lo creía muy capaz de arrancarle los ojos, como ya había hecho con el alce.
Entre quejidos y gruñidos que Ojodealce no oía por la lluvia, Irgo consiguió alcanzarlo, y tras un largo rato caminando, el chico vio cómo se abría ante ellos un terreno llano y yermo. En el erial que se encontraba ante ellos, había en el centro un pequeño arbusto. Al acercarse a él, Irgo pudo distinguir con facilidad que se trataba de una bruguera, cuyas flores aún no habían empezado a salir. Ojodealce sacó de su mochila de lana una manta, y la extendió en el suelo. Estaba comenzando a dejar de llover, así que Irgo supuso que se iba a sentar o tumbar sobre la manta allí: ése sería su lugar de acampada en esa noche.
-Ven, Irgo - era la primera vez que Ojodealce lo llamaba por su nombre. El chico acudió raudo- Desde que tengo un ojo menos, no he perdido visión, sino al contrario. Veo incluso más de lo que me gustaría, cosas que aún están por llegar. Vi hace ya mucho mi final, y está a punto de llegar. -El viejo suspiró.- Quiero que tomes mis pertenencias ahora, y te escondas en la lejanía, pero observando todo. ¿Me has entendido? -Irgo asintió, a pesar de la confusión que empezaba a dominarlo en aquel momento.- Saca tu arco y ténsalo bien. Te espera una noche peligrosa. Ésta es tu prueba: tras mi muerte, habrás de salir solo. Sé que la superarás -terminó diciendo con una sonrisa.
Las lágrimas comenzaron a salir de los ojos de Irgo, que, casi por instinto, siguió las instrucciones de Ojodealce. Alejándose entre sollozos, tensó su arco, y esperó en un pequeño matojo de hierbas que había allí. Fue unos instantes más tarde, mientras el viejo comenzaba a hiperventilar, cuando salió de la nada un oscuro lobo, que casi doblaba en tamaño a un humano, y llevaba un bebé en su lomo. La bizarra escena lo asombraba.
Era un lobo majestuoso, negro como el tizón, de ojos amarillos muy brillantes. Aunque por su color podría confundirse con la noche, sus ojos lo delataban. Además, destacaban unos pulcros colmillos, tremendamente afilados y blancos. Con gesto adusto que denotaba fiereza, se fue acercando al centro del llano, donde se encontraba el ramillete natural de la pequeña bruguera, y donde estaba el propio Ojodealce. Con paso firme y decidido, el lobo avanzaba hacia el viejo, que parecía haberse calmado y esperaba en pie, también majestuoso. Tal escena asombró a Irgo, que hacía gran esfuerzo para contener las lágrimas, viendo como el custodio, de espaldas, comenzaba a desenvainar su pequeña espada, de punta casi roma y desgastada por el uso. Irgo, tal como le habían enseñado, entre sollozos que apenas se oían, tomó el arco, y con sigilo sacó de su carcaj una flecha, la más afilada que tenía. Apuntó con cuidado, sabiendo que mataría al niño si fallaba lo más mínimo en sus cálculos. El niño dormía plácidamente sobre el lomo del lobo, que parecía protegerlo. Entonces, Ojodealce comenzó a hablar en mitad de la nada:
-Ya estás aquí, bestia. Suelta al niño antes de que me mates, no merece ver esto. -El lobo se detuvo, y pareció vacilar, pero sin cambiar la expresión, retomó su rumbo y continuó la avanzadilla hacia la bruguera y, por consiguiente, hacia el viejo. ¿Por qué el lobo, criatura demoníaca y malvada, no se comía al niño, sino que parecía protegerlo? Era algo que Irgo no comprendía, ya que sobrepasaba todo el conocimiento que la religión le había impuesto. ¿Cómo podía cuidar de un ser tan puro como un niño de leche algo tan deleznable como lo era un lobo?
Irgo aflojó la cuerda, y esperó antes de disparar. El lobo estaba a punto de alcanzar al viejo, y el niño seguía encima. Ojodealce ya no hacía ruidos, sólo esperaba, muy quieto. Era el momento en el que se enzarzarían en una inhumana pelea, o eso suponía el chico. En realidad, estaba muy equivocado.
El gigantesco animal se tumbó, y dejó caer cuidadosamente al bebé en el suelo. Parecía que esperaba alguna acción por parte de Ojodealce. Ya no enseñaba los colmillos. Sólo esperaba. Se oyó una risa cálida, familiar y al mismo tiempo cansada, como si dijese “¿Por qué has tardado tanto en venir, viejo amigo?”. El viejo se acercó despacio, y se sentó junto al lobo. Sonrió mirando a Irgo, y entonces, sólo entonces, ambos, animal y hombre, cerraron los ojos, para no abrirlos más.


El chico corría el cenagal, huyendo de la noche y de las sombras. La noche parecía una dama que lo instaba a permanecer, pero él había aprendido a temerla lo suficiente. La capa de Ojodealce le quedaba grande, pero la petición del viejo había sido tomar sus pertenencias, y no podía desobedecer las órdenes de su superior, y mucho menos de un muerto. El lugar, maldito, cada vez era más inhóspito para Irgo, que buscaba con desesperación la salida. El bebé lloraba entre sus brazos, que intentaban resguardarlo de la lluvia. “Ya tiene dientes”, había pensado al cogerlo cuando lo vio bostezar. Eran dientes con forma irregular. Había desarrollado antes que ningún otro los colmillos.
El niño estaba envuelto en una manta azul cielo, y tenía la cara redonda. Era de piel oscura, a tenor de su cuidador. Su piel, suave como la seda, no mostraba indicios de dolor o heridas que le pudiese haber provocado el lobo. No parecía tampoco tener hambre. ¿Cómo lo habría cuidado el lobo? Y lo que era aún más extraño, ¿cómo lo habría alimentado?
Raudo y veloz, Irgo seguía su particular carrera por la vida. Conocía una leyenda del Bosque de los lamentos, y quería evitarla a toda costa: todo aquel que ve el amanecer allí, no podría volver a salir. Fue por esa razón por la que, a pesar del peso extra del barro en sus botas, a pesar del cansancio, no frenó ni un solo momento. Consiguió, finalmente, llegar a Aguasmuertas. Intentó recordar el camino, pero lo había olvidado completamente. Poco a poco, sus mayores miedos se iban haciendo realidad: sentía escalofríos en su espalda, y creía que de un momento a otro, encontraría de frente a Keidan de Durgos, preguntándole por su hijo perdido, y degollándolo a él y al niño.
Antes había estado absorto en la historia de Riogrande, pero ahora, Irgo, que había parado porque no sabía por dónde continuar, no tenía ningún impedimento para fijarse en el riachuelo. El agua corría lenta e inexorable. Lucía blanca, tal como la luna que reflejaba. Un blanco de muerte. Esto asustó aún más al joven, que huyó más despavorido si cabe cuando creyó ver en el reflejo del agua una figura detrás de él.
Con más suerte que otra cosa, finalmente el chico divisó la salida, y llegó a Horston tras gran rato de correr. Las calles empedradas le hacían daño en los pies, pues ya tenía las suelas muy gastadas. Sin embargo, Irgo callaba, pensativo, mientras se dirigía a la cabaña de Arold, el custodio mayor, al que intentaría informar de todo lo que había pasado, a pesar de su tremenda confusión. Había amainado el paso, y para la comodidad de sus brazos, que notaba doloridos, tomó con una gran delicadeza al bebé y lo colgó en su espalda, junto a su pequeña bolsa.
El niño había callado nada más ser puesto en la espalda de Irgo, y prácticamente a la vez, había dejado de llover.
Las tejas rojizas de la mayoría de las casas, todas ellas de piedra clara pero con algunos ladrillos que sobresalían a la propia piedra y al cemento, rodeaban al chico mientras avanzaba. Divisaba la cabaña a lo lejos, ya que estaba hecha de paja. La entrada estaba conmemorada con dos antorchas de fuego que los custodios habían de cuidar para que no se apagase. Arold esperaba dentro. Se rumoreaba en la ciudad que nunca dormía más de una hora.
-Qué sorpresa, no esperaba verte aún -dijo risueño, a pesar de su fiero aspecto. Su cara apenas denotaba ojeras, así que Irgo dudaba de la veracidad de que durmiese tan poco.
Arold era un hombre alto, muy corpulento y de músculos muy marcados. En la cabaña y siempre que podía, iba desnudo de cintura para arriba, y era fácil distinguir un gran tatuaje de varias líneas curvas que atravesaban todo su pecho y tronco en general. Su fornido cuerpo no tenía vello, puesto que se dedicaba a depilarlo con una mezcla caliente de resina y miel. Sobre sus ojos, siempre bien abiertos, tenía algunas cicatrices, y unas cejas muy poco pobladas, al igual que su pelo, de color rojizo pero sin llegar a ser pelirrojo.
De un cinturón marrón de cuero le colgaban dos dagas de muy bella factura, algo curvas en el filo, para desgarrar al enemigo una vez lo hubiese atravesado, aunque también las usaba para afeitarse y dar forma a su propio pelo. Tenía un gran espadón de doble filo y mango plateado, pero en aquella ocasión no lo llevaba encima. Siempre aparentaba fiereza y necedad, aunque en realidad era uno de los más inteligentes y audaces custodios, siendo además el maestro de estos hasta que consiguiesen la consigna que los mostraban como tales.
Hubo un pequeño silencio mientras, con la sonrisa permanente en el rostro, Arold esperaba alguna contestación de Irgo.
-Señor, Ojodealce ha muerto.
-¿Cómo dices? -El fornido hombre compuso una tímida sonrisa, esperando que el joven dijese que había sido una broma. Al ver que no había una nueva respuesta, decidió tomar la palabra- El viejo ha muerto. Vaya, eso sí que no me lo esperaba. ¿Qué pasó?
Irgo comenzó a relatar la historia de lo que había acontecido durante la noche, haciendo hincapié en el extraño comportamiento del viejo antes de su muerte, o de lo que Irgo había supuesto que había sido su muerte. Eso no lo llegó a decir, para que no lo tomasen como un mentiroso.
Una vez terminó de contar la historia, Arold comenzó a cavilar, pensativo. Llevó sus dedos índice y pulgar a su barbilla, que comenzó a acariciar mientras tenía la mirada perdida. Al cabo de unos segundos, apartó su mano de su cara y habló:
-Esto es una catástrofe. Nadie conocía el bosque mejor que Ojodealce. Y además, era el custodio mayor. ¿Qué hare...? -Arold frenó, de repente. Su expresión, ya de total seriedad, pasó en ese preciso instante a la curiosidad. Había visto al bebé.- ¿De quién es ese niño de leche que llevas en la espalda? ¿Dónde está su madre?
De nuevo, Irgo contó lo que había pasado, esta vez incluyendo al niño, del que, sin saber por qué, no había mencionado ni un solo dato en su exposición anterior de lo ocurrido.
-Creo que el lobo en realidad era una loba, y que era su madre -sugirió el joven, algo extrañado por lo que acababa de decir.- El hijo de un lobo.
-Es una extraña suposición la tuya, Irgo. De momento, cuidarás del niño, es la primera tarea como custodio que has de cumplir.
Irgo, contrariado, giró la cabeza cuando escuchó de los labios de Arold “custodio”. Eso quería decir que ya era un custodio de hecho, y que había entrado en la hermandad. No sabía qué decir con la boca, pero su cara expresaba felicidad e incertidumbre a la vez: felicidad porque habían reconocido su trabajo, e incertidumbre por la extraña muerte de Ojodealce, que era un misterio para él y Arold.
-No le cuentes a nadie sobre el viejo, no han de saber que ha muerto aún. Es pronto para sacar conclusiones. -Arold suspiró.- Mañana comunicaremos la noticia, ahora ve a descansar. Llama a la puerta de Ivi y pídele que te ayude a cuidar del bebé. Ten cuidado, Irgo. Puedes irte.
Con estas palabras, Irgo se marchó, sosteniendo ahora entre los brazos al bebé, y observándolo más de cerca. Dormía plácidamente, aunque se notaba que había llorado hace poco por la humedad de su cara. La criatura bostezó tímidamente, y se desperezó, sino con el cuerpo, al menos con este bostezo.
Irgo dudaba que el bebé llevase más de cuatro días vivo tras haberlo contemplado más detenidamente. Ese pequeño bostezo y el torpe movimiento le habían arrancado una sonrisa. Quizá fuese divertido criar a un bebé, además, así podría intimar con Ivi, una joven lozana y muy hermosa a la que apenas conocía. En ese momento, el pequeño abrió los ojos, poco a poco, observando por primera vez el mundo que lo rodeaba, y después clavó la mirada en Irgo, que se aterrorizó. Aquellos ojos amarillos lo acosaban y le preguntaban: “¿Dónde está mi madre?”.

¿Qué es esto?

Si esa es la pregunta que te haces, te digo que esta es la historia de los lamentos de un bosque perdido, que es la leyenda de secretos que no han de ser revelados, el cuento que los niños no querían oír porque temían las pesadillas que le contaban.

En este Blog voy a publicar poco a poco una historia que desearía se convirtiese en un libro. Cada mes publicaré un capítulo. Intentaré no retrasarme nada, y con el tiempo también decoraré el blog, una vez consiga suficiente dominio de él en este aspecto. Espero que os guste, y sobre todo, ¡que leáis!