Prolegómenos.
El susurro del viento
-Vamos, chico,
es hora de adentrarse.
-¿Adentrarnos?
¿No íbamos a vigilar el borde, Ojodealce?
-No. El bosque
hoy está muerto. Un bosque que es capaz de engullirte con el solo
hecho de acercarte es imposible de vigilar desde fuera.
El anciano, tras
respirar, tosió con fuerza. -¿No notas cómo el frío de sus brazos
te agarra y envuelve para no soltarte? A un bosque no se le llama de
los lamentos sin razón.
Irgo suspiró.
Conocía las historias de aquel lugar, que había oído de niño cada
noche. Siempre las había tomado por fantasiosas e irreales, pero esa
fantasía ahora se volvía contra él, y le asustaba cada vez más.
Cierto era que la brisa, suave y punzante a la vez, atravesaba fría
su carne y le golpeaba constantemente. Las hojas silbaban con el
movimiento del viento, y susurraban penas olvidadas que nadie osaba
interrumpir.
Avanzando entre
la maleza, pútrida y blanduzca, la temperatura descendía. Aún
estaban a medio camino del bosque, y sus dedos, que en la mañana
eran ágiles, apenas se doblaban. Tanto Irgo como su acompañante
tenían los músculos violentamente engarrotados, y suponía gran
dolor -mayor para Irgo, que era la primera vez que se acercaba tanto
al bosque en su vida- moverlos. La inseguridad aumentaba en sus
mentes a cada paso que daban.
El bosque se
alzaba imponente, y se perdía en el horizonte. La entrada la
custodiaban olmos y fresnos de hojas de un verde muy oscuro,
totalmente antinatural. Dos secuoyas gigantescas marcaban con sus
raíces, que vistas por separado doblaban en tamaño al joven, esta
entrada, a forma de gran portón. El musgo, de un blanco pálido y
casi imperceptible por sí solo, cubría los tonos haciendo contraste
a las oscuras hojas, y dando un aspecto fantasmagórico al lugar.
Allí parecía que no había vida, ni tampoco olor. Sí que era digno
de leyendas de terror. Pero Irgo no podía demostrar miedo.
Los custodios de
Horston eran miembros de una antiquísima hermandad, anterior incluso
al Imperio, acabado tres siglos atrás. Su única función era
vigilar el Bosque de los Lamentos, y no podían dejarla nunca de
lado. Quizá pareciese poco trabajo, pero un lugar tan gigantesco que
era de mayor tamaño que Entrerríos, la región más grande de todo
el reino de Alten, no era nada fácil de custodiar, y más con el
reducido número de hermanos. A pesar de que antaño fueron grandes
guerreros, ahora, desgastados por la edad, no eran más que viejos
luchando por recuperar un honor ya perdido con el tiempo. Apenas
había jóvenes que se uniesen, y menos aún jóvenes que
consiguiesen entrar oficialmente en la hermandad. Irgo era uno de
estos jóvenes, y el vigilar hoy el bosque era la última prueba que
tenía que superar junto a Ojodealce, el anciano que lo acompañaba
para ayudarlo. Por eso, no podía fallar, pasase lo que pasase.
Alrededor de las
marañas, del miedo, había luz, tenue y casi imperceptible al ojo
humano, que abandonaban con cada paso hacia el interior del bosque.
Quizá fuese cuestión de tiempo que muriesen ambos, pero eso era
algo que ya habían asumido por el hecho de unirse a la hermandad.
-¿Lo oyes? -
dijo Ojodealce de repente - ¿Oyes las voces? ¿Oyes los tristes
lamentos? Ese es el espíritu del bosque. Hemos de protegerlo de sí
mismo.
Irgo no entendió
las palabras de Ojodealce, pero asintió, como si lo considerase
totalmente cierto. La neblina apenas les permitía ver, y eso
dificultaba mucho andar, que ya de por sí era complejo. La zona cada
vez estaba más pantanosa y húmeda, y cada pisada era acompañada de
un chapoteo sonoro que rompía el total silencio. Las hojas ya no se
mecían, y la brisa había desaparecido. Entre árboles de grandes
raíces, la pareja avanzaba con ese único sonido.
-Nos acercamos a
Aguasmuertas - comentó Ojodealce.
-¿Aguasmuertas?
Comenzaba a
llover tímidamente, aunque aumentaba la intensidad de la lluvia
paulatinamente. Los compañeros buscaron resguardo en árboles de
altas copas que los cobijasen de esta lluvia. Cada vez era más
potente; parecía el lamento de un niño atormentado, imposible de
consolar, a la vez crecía y decrecía, casi paraba para respirar de
manera ahogada, hiperventilando, y volvía de nuevo, rugiendo con
furia. Aguasmuertas habría de esperar.
-Aquí se han
librado numerosas batallas, fue un enclave estratégico muy
importante. Es algo que supongo que ya sabías, joven -afirmó el
anciano. Irgo asintió-. La que menos se recuerda fue la última que
se libró. La llamaron la batalla de los Mil Cadáveres, acontecida
mucho antes del gran Imperio.
“La casa de
Durgos se había enfrentado desde antaño a los orgullosos señores
de Riogrande, cuyo nombre ya ni siquiera se recuerda. Era de siempre
conocida esta rivalidad, pero gracias a la diplomacia nunca había
habido un conflicto real, un conflicto que los enfrentase en guerra,
tan sólo se habían visto y odiado por miradas y palabras
envenenadas. Sin embargo, el casamiento secreto de sus herederos
colmó la paciencia de ambos señores, que, acusándose el uno al
otro de secuestrar a sus preciados hijos, se declararon la guerra. En
realidad, tanto una casa como otra optaba al trono que acababa de
dejar el recién difunto rey de Helvios, Stefan, y el enfrentamiento
no era sino una excusa para tomar el trono. Esta rivalidad provocó
que la guerra fuese cruenta y larga. Ambas casas tenían gran poder e
influencia sobre muchas otras, que, por servir a sus señores, se
sumieron en la miseria y el dolor de la pérdida. Muchos murieron por
el egoísmo de estos señores, que querían el poder para sí.
“La última
batalla se libró en Riogrande. Los Durgos habían conseguido avanzar
desde el norte con toda su fuerza, y se habían preparado para la
ofensiva en el que era el hogar de sus rivales. Tras varios años de
lucha brutal y de muerte, al fin se iba a determinar quién sería
vencido en esta guerra sin sentido, y eso alegró en parte a ambas
familias, que, dolidas tras tanto tiempo sin paz, querían acabar con
sus enemigos a toda costa. Sir Keidan, noble señor de Durgos,
dirigía la avanzadilla hasta el castillo de Riogrande, del que
hablan en los manuscritos que era el mayor y más bello de todo el
mundo conocido, flanqueado por la tropa de los Aridane a la izquierda
y su hijo menor, Guillermo, a la derecha. Cuando llegaron, comenzaron
el asedio, para el que parecían haberse ya preparado los dueños de
esas tierras, que habían arrasado con toda la zona. Arietes,
catapultas, balistas o torres de madera permitieron a las fuerzas de
sir Keidan penetrar en el castillo tras varios días de dura y
frenética resistencia. La batalla fue toda una masacre. Los Durgos,
sedientos de sangre, violaron mujeres que después mataron, mutilaron
a los prisioneros de guerra, restregaron a estos las vísceras de sus
muertos y un sinfín de atrocidades más. Es por ello que los Aridane
decidieron, tras ver la barbarie de sus aliados, retirarse de la
batalla. Hubo, sin embargo, un joven que logró escapar de Riogrande
y perderse en las marañas del bosque que lo rodeaban, en el que hoy
nos encontramos.
Irgo estaba tan
absorto en la historia que al parar Ojodealce, tardó unos instantes
en volver en sí. El anciano había parado para dar algunos bocados a
un mendrugo de pan que llevaba. Tras masticar con dificultad,
continuó con el relato y la caminata entre agua que caía, cada más
más suave.
- Como te decía,
este joven escapó de Riogrande y se ocultó en los bosques. Pero eso
es algo que sir Keidan no supo hasta que este chico, que había
jurado venganza, mató al que iba a ser su heredero, su amado hijo
Guillermo. Oculto entre las sombras, el asesino, que ya se había
hecho uno con el bosque, le cortó el cuello mientras descansaba, y
lo desnudó, quedándose con todo su ropaje. Después le sacó los
ojos, poniendo uno de ellos encima del ombligo a modo de burla, y le
cortó los dedos corazón. Al ver la desgracia de su primogénito,
sir Keidan enloqueció, y tomando su hacha, degolló y mutiló a
todos los que se le acercaron, incluso a sus propios soldados. Se
recluyó también en el bosque, donde dicen que se encuentra y mata a
todo el que ve, pensando que es el asesino de su hijo. Nunca deja de
vagar, tal y como el asesino que provocó la negrura de Durgos,
símbolo hoy de la casa de los puertos.
Irgo palideció.
-¿Es esta la
última historia de este lugar?
-¿Cómo si no
explicas lo maldito del bosque? -inquirió Ojodealce. Se rascó su
frente, y llegó a tocar el parche negro y desgastado que le cubría
el ojo izquierdo. Todo el mundo decía que lo había perdido luchando
contra un alce endemoniado, y él, en venganza, al matar al animal se
había comido un ojo de este. Era de ahí de donde se creía que
provenía su nombre, pero Irgo no se atrevía a preguntar. A la luz
pálida de la luna, que casi no alumbraba, el viejo era terrorífico.
Era capaz de ver entre sus arrugas y cicatrices la muerte de los que
las habían causado. Ojodealce nunca había presumido de ser un gran
combatiente, pero el chico sabía que era así, y por ello lo
respetaba y casi adulaba, por el miedo que le tenía. Había sido un
temido asesino tiempo atrás, y aún quedaban vestigios de aquel
pasado, remarcado en sus cicatrices, que extrañamente, salían a la
luz justo cuando menos luz había.
El viejo tenía
un aspecto descuidado, y una cara llena de arrugas y cicatrices. Su
único ojo, de un color gris muy apagado, tenía siempre la pupila
muy dilatada, y denotaba cansancio por las ojeras sobre las que
reposaba. Su cara tenía, precisamente, forma espigada, y había
pelillos que delataban una barba que había sido completamente
afeitada hacía poco tiempo. El pelo grisáceo, enmarañado y
enredado, estaba terminado en una coleta mal recogida. Los destellos
de la luz lunar lo hacían parecer casi plateado. Sobre su cuello
reposaba un colgante de cadenas dorado, que había perdido color con
el tiempo. Una camisa desgastada de un marrón oscuro cubría su
pecho, y sobre ésta tenía pieles de animales que lo mantenían
caliente. Los pantalones que llevaba, de un verde también oscuro que
lo permitía esconderse entre la maleza, llevaban una cuerda bastante
gruesa y atada a la marinera. Por último, no era difícil
distinguir una pequeña espada en la parte derecha de esta cuerda,
sin empuñadura y algo oxidada, y un puñal en la izquierda -éste sí
tenía empuñadura.
La voz del
silencio se abría ahora paso entre ellos, y los dominaba. Ojodealce
segúia con paso firme pero lento, avanzando entre el cenagal, cada
vez se volvía más intransitable. Irgo intentaba mantener el ritmo,
aun siéndole difícil y trabajoso. Sin embargo, no perdía de vista
el brillante emblea de la capa de Ojodealce, un detalle que a simple
vista y con la luz de la mañana no habría sido capaz de percibir.
Ahora, por contra, no tenía problema para distinguirlo: un emblema
dorado que resaltaba sobre la oscura prenda, cuyos bajos eran ya
jirones. Era una especie de ojo, pero excesivamente deformado y
redondo, coronado por una cornamenta poco naturalista, y flanqueado
por dos pequeños círculos. No importaría que se quedara atrás
mientras siguiese viendo esa capa.
-Vamos, no
tenemos toda la noche para llegar a la Planicie de Vientotriste
-aulló el viejo.
Refunfuñando,
Irgo intentó aumentar la velocidad. Cada vez que pisaba, notaba cómo
el barro se pegaba a sus botas, ya muy usadas, y hacía que el peso a
levantar aumentase. La lluvia lo picoteaba, y sin ser todas esas
trabas suficientes, tenía que soportar las reprimendas del anciano.
“Todo sea por la hermandad”, se recordaba para seguir adelante
tras tanto esfuerzo.
Irgo aún
desconocía qué tipo de misión debía emprender, y Ojodealce apenas
le había dado información al entrar al bosque. Según le había
dicho el herrero, sólo tendría que observar el bosque desde fuera
un rato y después volvería. Pero se había adentrado en él con uno
de los personajes más indeseables que podía imaginarse. Estaba
seguro de que el pobre viejo estaba loco, pero lo temía demasiado
por su pasado, y lo creía muy capaz de arrancarle los ojos, como ya
había hecho con el alce.
Entre quejidos y
gruñidos que Ojodealce no oía por la lluvia, Irgo consiguió
alcanzarlo, y tras un largo rato caminando, el chico vio cómo se
abría ante ellos un terreno llano y yermo. En el erial que se
encontraba ante ellos, había en el centro un pequeño arbusto. Al
acercarse a él, Irgo pudo distinguir con facilidad que se trataba de
una bruguera, cuyas flores aún no habían empezado a salir.
Ojodealce sacó de su mochila de lana una manta, y la extendió en el
suelo. Estaba comenzando a dejar de llover, así que Irgo supuso que
se iba a sentar o tumbar sobre la manta allí: ése sería su lugar
de acampada en esa noche.
-Ven, Irgo - era
la primera vez que Ojodealce lo llamaba por su nombre. El chico
acudió raudo- Desde que tengo un ojo menos, no he perdido visión,
sino al contrario. Veo incluso más de lo que me gustaría, cosas que
aún están por llegar. Vi hace ya mucho mi final, y está a punto de
llegar. -El viejo suspiró.- Quiero que tomes mis pertenencias ahora,
y te escondas en la lejanía, pero observando todo. ¿Me has
entendido? -Irgo asintió, a pesar de la confusión que empezaba a
dominarlo en aquel momento.- Saca tu arco y ténsalo bien. Te espera
una noche peligrosa. Ésta es tu prueba: tras mi muerte, habrás de
salir solo. Sé que la superarás -terminó diciendo con una sonrisa.
Las lágrimas
comenzaron a salir de los ojos de Irgo, que, casi por instinto,
siguió las instrucciones de Ojodealce. Alejándose entre sollozos,
tensó su arco, y esperó en un pequeño matojo de hierbas que había
allí. Fue unos instantes más tarde, mientras el viejo comenzaba a
hiperventilar, cuando salió de la nada un oscuro lobo, que casi
doblaba en tamaño a un humano, y llevaba un bebé en su lomo. La
bizarra escena lo asombraba.
Era un lobo
majestuoso, negro como el tizón, de ojos amarillos muy brillantes.
Aunque por su color podría confundirse con la noche, sus ojos lo
delataban. Además, destacaban unos pulcros colmillos, tremendamente
afilados y blancos. Con gesto adusto que denotaba fiereza, se fue
acercando al centro del llano, donde se encontraba el ramillete
natural de la pequeña bruguera, y donde estaba el propio Ojodealce.
Con paso firme y decidido, el lobo avanzaba hacia el viejo, que
parecía haberse calmado y esperaba en pie, también majestuoso. Tal
escena asombró a Irgo, que hacía gran esfuerzo para contener las
lágrimas, viendo como el custodio, de espaldas, comenzaba a
desenvainar su pequeña espada, de punta casi roma y desgastada por
el uso. Irgo, tal como le habían enseñado, entre sollozos que
apenas se oían, tomó el arco, y con sigilo sacó de su carcaj una
flecha, la más afilada que tenía. Apuntó con cuidado, sabiendo que
mataría al niño si fallaba lo más mínimo en sus cálculos. El
niño dormía plácidamente sobre el lomo del lobo, que parecía
protegerlo. Entonces, Ojodealce comenzó a hablar en mitad de la
nada:
-Ya estás aquí,
bestia. Suelta al niño antes de que me mates, no merece ver esto.
-El lobo se detuvo, y pareció vacilar, pero sin cambiar la
expresión, retomó su rumbo y continuó la avanzadilla hacia la
bruguera y, por consiguiente, hacia el viejo. ¿Por qué el lobo,
criatura demoníaca y malvada, no se comía al niño, sino que
parecía protegerlo? Era algo que Irgo no comprendía, ya que
sobrepasaba todo el conocimiento que la religión le había
impuesto. ¿Cómo podía cuidar de un ser tan puro como un niño de
leche algo tan deleznable como lo era un lobo?
Irgo aflojó la
cuerda, y esperó antes de disparar. El lobo estaba a punto de
alcanzar al viejo, y el niño seguía encima. Ojodealce ya no hacía
ruidos, sólo esperaba, muy quieto. Era el momento en el que se
enzarzarían en una inhumana pelea, o eso suponía el chico. En realidad, estaba muy equivocado.
El gigantesco
animal se tumbó, y dejó caer cuidadosamente al bebé en el suelo.
Parecía que esperaba alguna acción por parte de Ojodealce. Ya no
enseñaba los colmillos. Sólo esperaba. Se oyó una risa cálida,
familiar y al mismo tiempo cansada, como si dijese “¿Por qué has
tardado tanto en venir, viejo amigo?”. El viejo se acercó
despacio, y se sentó junto al lobo. Sonrió mirando a Irgo, y
entonces, sólo entonces, ambos, animal y hombre, cerraron los ojos,
para no abrirlos más.
El chico corría
el cenagal, huyendo de la noche y de las sombras. La noche parecía
una dama que lo instaba a permanecer, pero él había aprendido a
temerla lo suficiente. La capa de Ojodealce le quedaba grande, pero
la petición del viejo había sido tomar sus pertenencias, y no podía
desobedecer las órdenes de su superior, y mucho menos de un muerto.
El lugar, maldito, cada vez era más inhóspito para Irgo, que
buscaba con desesperación la salida. El bebé lloraba entre sus
brazos, que intentaban resguardarlo de la lluvia. “Ya tiene
dientes”, había pensado al cogerlo cuando lo vio bostezar. Eran
dientes con forma irregular. Había desarrollado antes que ningún
otro los colmillos.
El niño estaba
envuelto en una manta azul cielo, y tenía la cara redonda. Era de
piel oscura, a tenor de su cuidador. Su piel, suave como la seda, no
mostraba indicios de dolor o heridas que le pudiese haber provocado
el lobo. No parecía tampoco tener hambre. ¿Cómo lo habría cuidado
el lobo? Y lo que era aún más extraño, ¿cómo lo habría
alimentado?
Raudo y veloz,
Irgo seguía su particular carrera por la vida. Conocía una leyenda
del Bosque de los lamentos, y quería evitarla a toda costa: todo
aquel que ve el amanecer allí, no podría volver a salir. Fue por
esa razón por la que, a pesar del peso extra del barro en sus botas,
a pesar del cansancio, no frenó ni un solo momento. Consiguió,
finalmente, llegar a Aguasmuertas. Intentó recordar el camino, pero
lo había olvidado completamente. Poco a poco, sus mayores miedos se
iban haciendo realidad: sentía escalofríos en su espalda, y creía
que de un momento a otro, encontraría de frente a Keidan de Durgos,
preguntándole por su hijo perdido, y degollándolo a él y al niño.
Antes había
estado absorto en la historia de Riogrande, pero ahora, Irgo, que
había parado porque no sabía por dónde continuar, no tenía ningún
impedimento para fijarse en el riachuelo. El agua corría lenta e
inexorable. Lucía blanca, tal como la luna que reflejaba. Un blanco
de muerte. Esto asustó aún más al joven, que huyó más
despavorido si cabe cuando creyó ver en el reflejo del agua una
figura detrás de él.
Con más suerte
que otra cosa, finalmente el chico divisó la salida, y llegó a
Horston tras gran rato de correr. Las calles empedradas le hacían
daño en los pies, pues ya tenía las suelas muy gastadas. Sin
embargo, Irgo callaba, pensativo, mientras se dirigía a la cabaña
de Arold, el custodio mayor, al que intentaría informar de todo lo
que había pasado, a pesar de su tremenda confusión. Había amainado
el paso, y para la comodidad de sus brazos, que notaba doloridos,
tomó con una gran delicadeza al bebé y lo colgó en su espalda,
junto a su pequeña bolsa.
El niño había callado nada más ser puesto en la espalda de Irgo, y prácticamente a la vez, había dejado de llover.
El niño había callado nada más ser puesto en la espalda de Irgo, y prácticamente a la vez, había dejado de llover.
Las tejas
rojizas de la mayoría de las casas, todas ellas de piedra clara pero
con algunos ladrillos que sobresalían a la propia piedra y al
cemento, rodeaban al chico mientras avanzaba. Divisaba la cabaña a
lo lejos, ya que estaba hecha de paja. La entrada estaba
conmemorada con dos antorchas de fuego que los custodios habían de
cuidar para que no se apagase. Arold esperaba dentro. Se rumoreaba en
la ciudad que nunca dormía más de una hora.
-Qué sorpresa,
no esperaba verte aún -dijo risueño, a pesar de su fiero aspecto.
Su cara apenas denotaba ojeras, así que Irgo dudaba de la veracidad
de que durmiese tan poco.
Arold era un
hombre alto, muy corpulento y de músculos muy marcados. En la cabaña
y siempre que podía, iba desnudo de cintura para arriba, y era fácil
distinguir un gran tatuaje de varias líneas curvas que atravesaban
todo su pecho y tronco en general. Su fornido cuerpo no tenía vello,
puesto que se dedicaba a depilarlo con una mezcla caliente de resina
y miel. Sobre sus ojos, siempre bien abiertos, tenía algunas
cicatrices, y unas cejas muy poco pobladas, al igual que su pelo, de
color rojizo pero sin llegar a ser pelirrojo.
De un cinturón
marrón de cuero le colgaban dos dagas de muy bella factura, algo
curvas en el filo, para desgarrar al enemigo una vez lo hubiese
atravesado, aunque también las usaba para afeitarse y dar forma a su
propio pelo. Tenía un gran espadón de doble filo y mango plateado,
pero en aquella ocasión no lo llevaba encima. Siempre aparentaba
fiereza y necedad, aunque en realidad era uno de los más
inteligentes y audaces custodios, siendo además el maestro de estos
hasta que consiguiesen la consigna que los mostraban como tales.
Hubo un pequeño
silencio mientras, con la sonrisa permanente en el rostro, Arold
esperaba alguna contestación de Irgo.
-Señor,
Ojodealce ha muerto.
-¿Cómo dices?
-El fornido hombre compuso una tímida sonrisa, esperando que el
joven dijese que había sido una broma. Al ver que no había una
nueva respuesta, decidió tomar la palabra- El viejo ha muerto. Vaya,
eso sí que no me lo esperaba. ¿Qué pasó?
Irgo comenzó a
relatar la historia de lo que había acontecido durante la noche,
haciendo hincapié en el extraño comportamiento del viejo antes de
su muerte, o de lo que Irgo había supuesto que había sido su
muerte. Eso no lo llegó a decir, para que no lo tomasen como un
mentiroso.
Una vez terminó
de contar la historia, Arold comenzó a cavilar, pensativo. Llevó
sus dedos índice y pulgar a su barbilla, que comenzó a acariciar
mientras tenía la mirada perdida. Al cabo de unos segundos, apartó
su mano de su cara y habló:
-Esto es una
catástrofe. Nadie conocía el bosque mejor que Ojodealce. Y además,
era el custodio mayor. ¿Qué hare...? -Arold frenó, de repente. Su
expresión, ya de total seriedad, pasó en ese preciso instante a la
curiosidad. Había visto al bebé.- ¿De quién es ese niño de leche
que llevas en la espalda? ¿Dónde está su madre?
De nuevo, Irgo
contó lo que había pasado, esta vez incluyendo al niño, del que,
sin saber por qué, no había mencionado ni un solo dato en su
exposición anterior de lo ocurrido.
-Creo que el
lobo en realidad era una loba, y que era su madre -sugirió el joven,
algo extrañado por lo que acababa de decir.- El hijo de un lobo.
-Es una extraña
suposición la tuya, Irgo. De momento, cuidarás del niño, es la
primera tarea como custodio que has de cumplir.
Irgo,
contrariado, giró la cabeza cuando escuchó de los labios de Arold
“custodio”. Eso quería decir que ya era un custodio de hecho, y
que había entrado en la hermandad. No sabía qué decir con la boca,
pero su cara expresaba felicidad e incertidumbre a la vez: felicidad
porque habían reconocido su trabajo, e incertidumbre por la extraña
muerte de Ojodealce, que era un misterio para él y Arold.
-No le cuentes a
nadie sobre el viejo, no han de saber que ha muerto aún. Es pronto
para sacar conclusiones. -Arold suspiró.- Mañana comunicaremos la
noticia, ahora ve a descansar. Llama a la puerta de Ivi y pídele que
te ayude a cuidar del bebé. Ten cuidado, Irgo. Puedes irte.
Con estas
palabras, Irgo se marchó, sosteniendo ahora entre los brazos al
bebé, y observándolo más de cerca. Dormía plácidamente, aunque
se notaba que había llorado hace poco por la humedad de su cara. La
criatura bostezó tímidamente, y se desperezó, sino con el cuerpo,
al menos con este bostezo.
Irgo dudaba que
el bebé llevase más de cuatro días vivo tras haberlo contemplado
más detenidamente. Ese pequeño bostezo y el torpe movimiento le
habían arrancado una sonrisa. Quizá fuese divertido criar a un
bebé, además, así podría intimar con Ivi, una joven lozana y muy
hermosa a la que apenas conocía. En ese momento, el pequeño abrió
los ojos, poco a poco, observando por primera vez el mundo que lo
rodeaba, y después clavó la mirada en Irgo, que se aterrorizó.
Aquellos ojos amarillos lo acosaban y le preguntaban: “¿Dónde está
mi madre?”.